Según el diccionario de la Real Academia
Española (RAE), un covidiota es “aquella persona que se niega a cumplir
con las normas sanitarias dictadas para evitar el contagio de la COVID-19,
exponiendo así, al resto de personas”. Este término, que nació en Estados
Unidos allá por marzo de 2020, poco a poco ha ido usándose con más fuerza para
hacer referencia a los/las insensatos/as.
Seguramente, más de uno de ustedes recordará el
suceso del 22 de agosto de 2020, en donde 13 personas, la mayoría mujeres,
murieron asfixiadas en medio de una estampida; estampida que se produjo a raíz
de una mala intervención policial en la discoteca “Thomas Restobar”, esto a
raíz del reporte de varias llamadas por parte de los vecinos que indicaban que
en dicho lugar había una fiesta, que estaba prohibida, y que, además,
perturbaba su tranquilidad.
De las 13 personas fallecidas, 11 habían dado
positivo a las pruebas COVID-19; así mismo, de las 23 personas arrestadas, 15
tuvieron el mismo resultado, esto, sin contar a las más de 80 personas que
lograron escapar en medio de tanto alboroto.
Este lamentable hecho, lejos de llamarnos a la
reflexión y por ende a los cambios de actitud respecto del cumplimiento de las
normas de bioseguridad, simplemente a quedado y quedará como “un recuerdo
amargo” del tiempo de pandemia pues, desde aquel día hasta la fecha se han
seguido reportando una serie de celebraciones y fiestas entre privadas y
públicas. Nadie, absolutamente nadie, respeta a cabalidad las normas exigidas.
Desde simples ciudadanos de a pie, que lo único
que quieren es “mantener vivas su cultura” y por ende organizan fiestas
populares, hasta autoridades que, aprovechándose de la investidura de su cargo,
solapan, participan y promueven concurridas reuniones; pasando por grupos de
organizadores de “fiestas COVID”; o de dueños de hoteles y restaurantes que han
convertido sus hall o salones de comida en amplias salas de bailes; y ello sin
olvidar a grupos familiares que optan por “pequeñas celebraciones” de regocijo;
esto, sin olvidar a las iglesias (de toda denominación) que, confiados en su
pase al cielo, olvidan usar la mascarilla durante los cultos.
Al parecer ni las multas, ni las condiciones de
los hospitales, ni las listas de fallecidos (algunos de ellos quizás sus
familiares) ni las variantes, ni nada, va a impedir este tipo de actitudes. Ya
de por sí, el ser humano es un ser social, ello es una característica nata, lo
cual no es problema; el problema radica en que, al parecer, no aceptamos esta
“nueva normalidad”; pues todo parece indicar que existe una gran necesidad por
volver a esa “normalidad” de la que gozábamos antes de que el bicho ese inicie
su gira mundial indeterminada.
Es necesario que empecemos a pensar, aunque ya
debimos haberlo pensado antes, en nuevos escenarios, en nuevas formas de
celebrar, de reunirnos, de visitarnos; convencernos, de una vez por todas, que
la mascarilla, pese a estar vacunados(as), seguirá siendo parte de nuestro
outfit, seguiremos con el protector facial y con el distanciamiento social. Nuestra
característica asociativa no puede suprimirse, es cierto, pero, no por ello
vamos a exponer a los demás. Por el contrario, debemos seguir respetando esas
medidas de bioseguridad, y evitar ser un covIDIOTA más.
Simplemente KAJOVEPI
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