
Simón era un chicho tranquilo, estaba a punto de terminar su secundaria y,
había pensado que al terminarla, bien podría estudiar derecho o ciencias de la
comunicación, sabía que para ello tenía que migrar a otra ciudad. La migración
traería consigo, no sólo nuevos amigos, una nueva ciudad o nuevos estilos de
vida, sino que también le traería nuevos retos, retos que Simón estaba dispuestos
a asumirlos y superarlos; uno de esos retos era quizás, conseguir un trabajo,
algo que le ayude a sustentar los gastos de la habitación que alquilaría, sus
movilidades, sus trabajos en grupo, las mensualidades de la universidad y uno
que otro gustito por allí; claro, Simón postularía a una beca y de hecho que sus
padres lo apoyarían pero, él de todas maneras quería conseguir ese trabajo, ir,
como quien dice, ganando experiencia en
esta vida.
Simón,
realmente estaba feliz (aparentemente),
todo le estaba saliendo bien, sin embargo, había algo que lo preocupaba en
sobremanera; no era ni la universidad, ni los nuevos amigos, ni la beca ni nada
de esas cosas superfluas, era algo realmente jodido, sí, jodido; aunque en realidad, aquello que lo aquejaba no
debería ser jodido, ni siquiera debería ser preocupante; por el contrario
debería ser algo tan normal, algo tan simple. Pero bueno, otra de las “metas personales” que Simón se había
propuesto, era decirle a su padre que él, no era lo que su padre “esperaba”,
que a él no le gustaba las “chicas”, que él sentía que “había nacido en un
cuerpo distinto”; de hecho, Simón no encontraba las palabras adecuadas para
decirle a su padre que, había algo que lo afligió durante toda su secundaria,
algo que no lo dejaba dormir y, que tampoco lo dejaba vivir tranquilo. Qué
difícil debe ser vivir con una angustia de por vida, que difícil debe ser vivir
con algo que lejos de hacerte feliz sólo
te va matando, y no lo digo por la condición de Simón, lo digo por quienes
rodean a Simón, lo digo por quienes probablemente lo expulsen de sus círculos
sociales en cuanto se enteren de la verdad, lo digo por las mismas razones en
las que Simón pensó, antes de decirle a su padre que él es “gay”.
Sí, para
Simón, el ser gay, no le causaba felicidad alguna, le causaba angustia, una
angustia con la que quería terminar pronto, para así poder vivir su felicidad; no aguantó más el silencio y decidió
“salir del closet”, enfrentarse a su padre y revelarle ese secreto.
Probablemente, en medio de las supersticiones que traen consigo las fiestas de
año nuevo, Simón decidió esperar los primeros días del año para poder hablar
con su padre, e iniciar así un nuevo año, una
nueva vida. Dicen que junto a su madre, quien ya intuía y sabía del tema
pero sobretodo aceptaba a su hijo, fueron a visitarlo; llegaron a casa, se
sentaron a comer, Simón andaba más preocupado que de costumbre, su madre le
daba palmadas en la espalda, como quien decirle “tranquilo, todo va a estar
bien, yo estaré aquí”; una vez que terminaron de comer, Simón inició la
conversación, sí, posiblemente hablaron del colegio y de sus sueños como un
respetable juez o, dirigiendo una nueva película nacional; pero, su padre
notaba que Simón no andaba bien, de manera que decidió cortar la conversación e
ir al grano.
Padre: - Hey,
Simón, te veo muy nervioso, no sé, siento que hay algo que me quieres decir.
Simón: - bueno, en realidad
sí, hay algo que me tiene muy angustiado, al principio pensé que era algo que
se podía remediar, intenté
“solucionarlo” de muchas formas, de hecho incluso me “enamoré” un par de
veces pero, ninguna de esas lo solucionó; pa, la verdad es que yo…
Padre: - ¿Qué te pasa
Simón? Me estás asustando
Simón: - Papá… soy gay (Simón se lo dijo así,
sin más rodeos y de la forma más natural posible)
Luego de esa
declaración, el Padre de Simón sintió que el
mundo se le venía encima, era algo que no lo podía creer, no soportó
recibir una noticia así, sintió que había fallado como padre, quizás empezó a
sentir asco por su hijo y con él mismo, quizás empezó a pensar en que a partir
de ese momento, se convertiría en el hazmerreír de su pueblo, pensó en que toda
su hombría, y su ego de macho se vería manchado por un “maricón” dentro de su familia; de manera que no lo pensó
más, tomó un arma, apuntó a su hijo y disparó;
hubieron varios disparos, algunos de ellos rozo el cuerpo de la madre,
quien no podía creer lo que veía.

Cuando nos
enteramos de esta noticia, muchas voces
se levantaron; se volvió a poner en tela de juicio si la población LGTBI
(población a la que Simón pertenecía) tienen o no los mismos derechos, se
volvió a pensar si una educación basada en el “enfoque de género”, una educación que no te enseña a ser
homosexual, sino que por el contrario, te
enseña a respetar, valorar e incluir al homosexual, debe o no implementarse
en las aulas; se volvió a preguntarnos ¿cuánto
vale la vida de un homosexual?; y nuestra sociedad, ha demostrado una vez
más, que podemos hablar de derechos aunque no lo respetemos, al punto tal que,
lejos de tomar este asesinato como una dura lección para aprender a ser más
inclusivos, se está sacando una segunda versión que desvía las causales de la
muerte (juicio de alimentos), tapando así, un tema de fondo, la homofobia.
Soy
consciente de que este escrito, probablemente sea demasiado largo pero, el tema
en sí es bastante complicado; cierro la lectura, lanzando una pregunta
(modificada) que vi hace un par de años, en un mural que estaba pintado en las
afueras de la ciudad de Guadalupe – La Libertad.
- Si tu hijo te dijera que es gay, ¿dejarías
de amarlo?
Simplemente
KAJOVEPI

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